"La justicia es como las serpientes: sólo muerde a los descalzos"
(Monseñor Óscar Arnulfo Romero, Arzobispo de San Salvador asesinado en 1980)

El código moral de fin de siglo no condena la injusticia, sino el fracaso. Robert McNamara, que fue uno de los responsables de la guerra del Vietnam, escribió un libro donde reconoció que la guerra fue un error. Pero esa guerra, que mató a más de tres millones de vietnamitas y a ciencueta y ocho mil norteamericanos, no fue un error porque fuese injusta, sino porque los Estados Unidos la llevaron adelante sabiendo que no la podían ganar. El pecado está en la derrota, no en la injusticia. Según McNamara, ya en 1965 había abrumadoras evidencias que demostraban la imposibilidad de la victoria de las tropas invasoras, pero el gobierno norteamericano siguió actuando como si la victoria fuese posible. El hecho de que los Estados Unidos hayan pasado quince años practicando el terrorismo internacional para imponer, en Vietnam, un gobierno que los vietnamitas no querían, está fuera de la cuestión. Que la primera potencia militar del mundo haya descargado, sobre un pequeño país, más bombas que todas las bombas arrojadas durante la segunda guerra mundial es un detalle que carece de importancia.
Al fin y al cabo, en su larga matanza, los Estados Unidos habían estado ejerciendo el derecho de las grandes potencias a invadir a quién sea y obligar a lo que sea. Los militares, los mercaderes, los banqueros, y los fabricantes de opiniones y de emociones de los países dominantes tienen el derecho de imponer a los demás países dictaduras militares o gobiernos dóciles, pueden dictarles la política económica y todas las políticas, pueden redibujar sus fronteras y redistribuir sus recursos, pueden darles la orden de acptar intercambios ruinosos y empréstitos usureros, pueden exigir servidumbre a sus estilos de vida y pueden digitar sus tendencias de consumo. Es un derecho natural, consagrado por la impunidad que se ejerce y la rapidez con que se olvida.
La memoria del poder no recuerda: bendice. La impunidad exige la desmemoria. Para que las infamias puedan ser convertidas en hazañas, la memoria del Norte se divorcia de la del Sur, la acumulación se desvincula del vaciamiento, la opulencia nada tiene que ver con el despojo. La memoria rota nos hace creer que la riqueza es inocente de la pobreza, que la riqueza y la pobreza vienen d ela eternidad y hacia la eternidad caminan, y que así son las cosas porque Dios, o la costumbre, quieren que así sean.
2006. Hoy mismo, mismo guión, algunos actores nuevos, y otros que cambiaron de rol. En la cuarta semana de invasión y bombardeos generalizados israelíes en el Líbano, la ofensiva defensiva orquestada por Tel-Aviv, y alimentada por el envío de urgencia de misiles guiados "made in USA", ha dejado más de mil muertos en su vecino del Norte. Las estadísticas infladas del éjercito sionista, afirman que han sido abatidos unos doscientos militantes de Hezbolá, mientras que del lado israelí más de un tercio de las 99 víctimas contabilizadas son soldados. El terrorismo de estado tal vez no sea tan preciso, pero si mucho más letal.
La aviación israelí celebró tan señalada cifra, con una nueva demostración de justicia infinita en Ghaziye, dispersando al cortejo fúnebre que acompañaba a las 15 víctimas de los tres bombardeos selectivos de la víspera, eran siete mujeres, cinco niños y tres hombres. A ellos, se suman hoy los seis civiles que fueron alcanzados por las bombas, con dedicatorias infantiles en hebreo incluidas, a unos 200 metros del cementerio. El alcalde de esta pequeña ciudad de 20.000 habitantes, que ha recibido unos 10.000 refugiados en las últimas semanas, intenta explicar el ataque : " Porque hemos acogido a muchos desplazados y no quieren que tengan un lugar seguro".
El éjercito israelí, mientras militar y públicamente persigue el imposible desmantelamiento militar y logístico de la organización terrorista Hezbolá, con sólidas bases civiles, políticas e internacionales, va alcanzando otros objetivos, que justifican su ofensiva.
La situación volverá presumiblemente al punto de partida, pero Israel habrá demostrado una vez más que sus represalias serán más terribles que cualquier daño que les puedan ocasionar. Recordando a sus divididos vecinos árabes quién posee la hegemonía en Oriente Próximo, al menos, mientras chiíes (como Irán o Siria) y suníes (como Arabia Saudí y el resto de petro-monarquías árabigas), sigan estando enfrentados en la politíca geoestratégica. Y, claro está, mientras el flujo militar y tecnológico, no deje de fluir desde EE.UU. y sus aliados del Reino Unido, hacia el democráta joven estado de Olmert y compañia.
La ocupación de las fértiles granjas de Chebaa, dónde se empiezan a desdibujar las frontera libano-israelí, empujada hacia el norte, nos recuerda a aquellos altos del Golán, fuente de agua y vida, de cuya ocupación que nadie se acuerda ya.
El gobierno libanés afirma que 915.792 personas han abandonado sus hogares, de las que 220.000 han salido del país. Un éxodo que nos recuerda al de los cientos de miles de palestinos refugiados en Libano, con derecho a ser bombardeados, pero que nunca tendrán derecho a regresar.
El desmembramiento y debilitamiento de un país reconocido y legitimado internacionalmente, no parece, una vez más, sancionable. Atacando infraestructuras energéticas, destruyendo los puentes y carreteras que traían la ayuda humanitaria.
No es terrorista en este siglo XXI quién desata mayor violencia injustificadamente, ni quién más víctimas provoca. Sino quién más lejos está de conseguir su próposito, aquellos abocados, como Hezbolá, Hamás o el pueblo Palestino, al fracaso de sus metas y objetivos. Son moralmente reprobables, puesto que estos grupos defienden lo imposible. Los medios de unos y otros pueden parecer similares, pero no la fuerza desplegable o sus posibilidades de victoria. Siempre hay buenos, los fuertes, y malos, los pobres.
(Monseñor Óscar Arnulfo Romero, Arzobispo de San Salvador asesinado en 1980)


El código moral de fin de siglo no condena la injusticia, sino el fracaso. Robert McNamara, que fue uno de los responsables de la guerra del Vietnam, escribió un libro donde reconoció que la guerra fue un error. Pero esa guerra, que mató a más de tres millones de vietnamitas y a ciencueta y ocho mil norteamericanos, no fue un error porque fuese injusta, sino porque los Estados Unidos la llevaron adelante sabiendo que no la podían ganar. El pecado está en la derrota, no en la injusticia. Según McNamara, ya en 1965 había abrumadoras evidencias que demostraban la imposibilidad de la victoria de las tropas invasoras, pero el gobierno norteamericano siguió actuando como si la victoria fuese posible. El hecho de que los Estados Unidos hayan pasado quince años practicando el terrorismo internacional para imponer, en Vietnam, un gobierno que los vietnamitas no querían, está fuera de la cuestión. Que la primera potencia militar del mundo haya descargado, sobre un pequeño país, más bombas que todas las bombas arrojadas durante la segunda guerra mundial es un detalle que carece de importancia.
Al fin y al cabo, en su larga matanza, los Estados Unidos habían estado ejerciendo el derecho de las grandes potencias a invadir a quién sea y obligar a lo que sea. Los militares, los mercaderes, los banqueros, y los fabricantes de opiniones y de emociones de los países dominantes tienen el derecho de imponer a los demás países dictaduras militares o gobiernos dóciles, pueden dictarles la política económica y todas las políticas, pueden redibujar sus fronteras y redistribuir sus recursos, pueden darles la orden de acptar intercambios ruinosos y empréstitos usureros, pueden exigir servidumbre a sus estilos de vida y pueden digitar sus tendencias de consumo. Es un derecho natural, consagrado por la impunidad que se ejerce y la rapidez con que se olvida.
La memoria del poder no recuerda: bendice. La impunidad exige la desmemoria. Para que las infamias puedan ser convertidas en hazañas, la memoria del Norte se divorcia de la del Sur, la acumulación se desvincula del vaciamiento, la opulencia nada tiene que ver con el despojo. La memoria rota nos hace creer que la riqueza es inocente de la pobreza, que la riqueza y la pobreza vienen d ela eternidad y hacia la eternidad caminan, y que así son las cosas porque Dios, o la costumbre, quieren que así sean.
2006. Hoy mismo, mismo guión, algunos actores nuevos, y otros que cambiaron de rol. En la cuarta semana de invasión y bombardeos generalizados israelíes en el Líbano, la ofensiva defensiva orquestada por Tel-Aviv, y alimentada por el envío de urgencia de misiles guiados "made in USA", ha dejado más de mil muertos en su vecino del Norte. Las estadísticas infladas del éjercito sionista, afirman que han sido abatidos unos doscientos militantes de Hezbolá, mientras que del lado israelí más de un tercio de las 99 víctimas contabilizadas son soldados. El terrorismo de estado tal vez no sea tan preciso, pero si mucho más letal.
La aviación israelí celebró tan señalada cifra, con una nueva demostración de justicia infinita en Ghaziye, dispersando al cortejo fúnebre que acompañaba a las 15 víctimas de los tres bombardeos selectivos de la víspera, eran siete mujeres, cinco niños y tres hombres. A ellos, se suman hoy los seis civiles que fueron alcanzados por las bombas, con dedicatorias infantiles en hebreo incluidas, a unos 200 metros del cementerio. El alcalde de esta pequeña ciudad de 20.000 habitantes, que ha recibido unos 10.000 refugiados en las últimas semanas, intenta explicar el ataque : " Porque hemos acogido a muchos desplazados y no quieren que tengan un lugar seguro".
El éjercito israelí, mientras militar y públicamente persigue el imposible desmantelamiento militar y logístico de la organización terrorista Hezbolá, con sólidas bases civiles, políticas e internacionales, va alcanzando otros objetivos, que justifican su ofensiva.
La situación volverá presumiblemente al punto de partida, pero Israel habrá demostrado una vez más que sus represalias serán más terribles que cualquier daño que les puedan ocasionar. Recordando a sus divididos vecinos árabes quién posee la hegemonía en Oriente Próximo, al menos, mientras chiíes (como Irán o Siria) y suníes (como Arabia Saudí y el resto de petro-monarquías árabigas), sigan estando enfrentados en la politíca geoestratégica. Y, claro está, mientras el flujo militar y tecnológico, no deje de fluir desde EE.UU. y sus aliados del Reino Unido, hacia el democráta joven estado de Olmert y compañia.
La ocupación de las fértiles granjas de Chebaa, dónde se empiezan a desdibujar las frontera libano-israelí, empujada hacia el norte, nos recuerda a aquellos altos del Golán, fuente de agua y vida, de cuya ocupación que nadie se acuerda ya.
El gobierno libanés afirma que 915.792 personas han abandonado sus hogares, de las que 220.000 han salido del país. Un éxodo que nos recuerda al de los cientos de miles de palestinos refugiados en Libano, con derecho a ser bombardeados, pero que nunca tendrán derecho a regresar.
El desmembramiento y debilitamiento de un país reconocido y legitimado internacionalmente, no parece, una vez más, sancionable. Atacando infraestructuras energéticas, destruyendo los puentes y carreteras que traían la ayuda humanitaria.
No es terrorista en este siglo XXI quién desata mayor violencia injustificadamente, ni quién más víctimas provoca. Sino quién más lejos está de conseguir su próposito, aquellos abocados, como Hezbolá, Hamás o el pueblo Palestino, al fracaso de sus metas y objetivos. Son moralmente reprobables, puesto que estos grupos defienden lo imposible. Los medios de unos y otros pueden parecer similares, pero no la fuerza desplegable o sus posibilidades de victoria. Siempre hay buenos, los fuertes, y malos, los pobres.
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